La Navidad es una de mis épocas favoritas. Las calles llenas de luces, los niños jugando con la nieve, las reuniones familiares y el ambiente me ayudan e inspiran a crear. Como cada año desde que abrí este blog, os traigo un cuento de Navidad inédito que ya escribo por costumbre. Espero que sea uno de los muchos que aún nos quedan por compartir como escritora y lectores. Además, aprovecho la ocasión para desearos a todos una muy Feliz Navidad y un próspero Año Nuevo. Que vuestro 2022 esté lleno de buenos momentos y de lecturas inolvidables que os hagan conectar con vosotros y el mundo.
Cuento de Navidad: «Un árbol de Navidad muy especial»
Todos los árboles de Navidad guardan un secreto y los niños jamás se dan cuenta de ello, excepto uno. Nana, como llaman cariñosamente a Dulce sus nietos, lo supo hace muchos muchos años y ahora, en su vejez, ha decidido contar su historia escribiéndola.
Cuando miro a mis nietos contemplando mi abeto con los ojos relucientes, recuerdo vivamente aquella Navidad, cuando apenas frisaba en una década, junto a mis padres y mi hermano Pablo. Todavía lo recuerdo como si aquello hubiera sucedido ayer: ¿Habrá traído la Navidad la nieve sobre la ciudad para que nuestros corazones se iluminen? Ya lo creo que sí. Al menos era lo que pensábamos mi hermano Pablo y yo.
Durante todo el día 24 de diciembre, la nieve cayó con fuerza. La fresca capa que cubría el suelo superaba los tres dedos de espesor. El ambiente no podía ser más navideño: el alumbrado llenaba de magia las calles con bonitos adornos aquí y allá; el mercadillo de la plaza, con turrones, peladillas, caramelos de colores y toda clase de ricas golosinas. Bullía en las calles un agitado comercio navideño que invitaba a entrar, con aquellos brillantes escaparates, con los escalones de las tiendas donde los niños jugábamos mientras las madres compraban los últimos regalos imprevistos. Papá decidió comprar un abeto a un hombrecillo de aspecto un tanto espantoso. Era pálido y encanijado, tenía el rostro lleno de arrugas, un semblante grave al que nunca iluminaba una sonrisa; era parco en palabras y retraído en sentimientos. Y, sin embargo, había algo en él de entrañable. Su esquivez hacía de él un hombre muy solitario: era un arca de misterios. Tenía un ayudante joven y audaz, y era en carácter el reverso de su jefe. Después de pagar treinta pesetas, se fue derecho a casa para darnos una sorpresa; y así fue. Recuerdo el olor del abeto y la sonrisa resplandeciente de mi hermano. Juntos decoramos el árbol de Navidad con los adornos de todos los años.
También recuerdo el olor del estofado de mamá, la risa contagiosa de papá, los chistes malos de mi abuelo, la fragancia de rosas cuando mi abuela me achuchaba. Todo ocurría mientras estábamos sentados en la mesa del salón junto al abeto, lleno de bolas de colores, estrellas, y lazos. A su alrededor discurrían como guardianes de los regalos varios soldaditos de plomo, un Papá Noel y, a tres metros del árbol, varios duendes que a mi madre le gustaba poner junto al hogar de la chimenea. Aquella velada fue maravillosa. A media noche mi hermano Pablo no conseguía quedarse dormido, quizás por el atracón (le conté tres polvorones y media tableta de turrón). A pesar de la prohibición de mi padre de no entrar en el salón pasada esta, Pablo decidió acceder sin encender la luz. Sin embargo, pudo distinguir vagamente las siluetas de varios hombrecillos. Su corazón, impresionable por la edad, se dilataba y encogía manifestando un único sentimiento que oscilaba entre la euforia y el entusiasmo.
De pronto, alguien le empezó a zarandear de un modo tan vehemente que la estrella saltó sobre su propio árbol. Entonces, las contraventanas del salón se cerraron estrepitosamente y el salón quedó en la más absoluta oscuridad. Inmediatamente se dio la vuelta y tentaleando delante de sí con el atizador de la chimenea que logró alcanzar, salió del salón lo más rápido que pudo y fue a mi habitación con el corazón en la boca y sin apenas articular palabra. Estaba atribulado y compungido por completo. Poco a poco fui tranquilizándole, ciñendo con ambos brazos su cuerpo estremecido y le convencí para volver al salón. Pablo iba sosteniéndose en las paredes para no caer, el miedo le cegaba y la cobardía le incapacitaba andar.
Enseguida empezamos a oír ruidos y suaves murmullos. Nos quedamos agazapados detrás de la puerta, susurrando en secreto. Estábamos terriblemente asustados. Con mucho sigilo abrí la puerta apenas un palmo y pude ver cómo ardía el fuego de la chimenea. Sobre su repisa caminaba un duendecillo con ropajes navideños, con la barba bien rasurada que enmarcaba su barbilla; parecía algodón blanco. Los dos intercambiamos una mirada de estupor. El hombrecillo se parecía mucho al señor que les había vendido el árbol. Caminaba en silencio bajo el peso de una reflexión. Junto al hogar estaba el joven audaz de aspecto agradable vestido como el duende. Parecía muy disgustado; le lanzaba ocasionales miradas de piedad mientras el hombrecillo resoplaba por el fuelle de su nariz con la fuerza de mil demonios. Pero entonces escucharon alrededor otras voces y el caminar de varios piececillos. Los soldaditos, Papá Noel y los duendes de la chimenea cobraron vida. No nos lo podíamos creer. Uno de ellos abrió la puerta y nos invitó a entrar. El joven se apoyó en el guardafuego y meditó unos instantes; se sentía sorprendido por nuestra intromisión. Suspiró profundamente, mas no dijo una sola palabra.
Nos acercamos lentamente con ojos infantiles y piadosos bajo la atenta mirada de aquel hombrecillo. Era como estar en el juicio final. A pesar de su terrible enfado, al verlo más de cerca su rostro era entrañable. De repente sentí la necesidad de hablar y me presenté ante él. Al cabo de unos segundos rompió su silencio y nos contó que todos los árboles de Navidad son mágicos y que ellos eran los encargados de velar por los abetos hasta la llegada de Papá Noel. De pronto, a lo lejos se empezaron a oír cientos de cascabeles; eran los renos del trineo de Papá Noel. Enseguida aparecieron grandes trozos de carbón diseminados en el aire, flotando para servir de pasaderas hasta el árbol. De esa forma, el joven y el duende se alzaron y, antes de desaparecer, el hombrecillo sacó un saquito de polvos mágicos y sopló con fuerza hacia nuestros rostros. Ambos caímos en un profundo sueño, como si poco a poco desfalleciéramos.
Al día siguiente nos levantamos y fuimos corriendo hacia el salón. Allí estaban todos los regalos entre los soldaditos y Papá Noel. También había un diminuto gorro navideño que a día de hoy sigo guardando en mi mesilla.